Posturas radicales
Y oró a Jehová y dijo: Ahora, oh Jehová, ¿no es esto lo que yo decía estando aún en mi tierra? Por eso me apresuré a huir a Tarsis; porque sabía yo que tú eres Dios clemente y piadoso, tardo en enojarte, y de grande misericordia, y que te arrepientes del mal. Ahora pues, oh Jehová, te ruego que me quites la vida; porque mejor me es la muerte que la vida. Jonás 4.2–3
¿Cómo se comporta usted cuando no se sale con la suya? Esto es, en muchas
situaciones, lo que marca la diferencia entre un líder rendido a Dios y un
líder cuyo objetivo principal en la vida es avanzar en sus propios proyectos.
A Jonás no le gustó nada la decisión que el
Señor había tomado con los asirios. Se enojó grandemente, elevó un airado
reproche, luego le pidió a Dios que le quitara la vida. Es una decisión muy
extrema para un problema que, básicamente, tiene que ver solamente con su
propio orgullo herido.
Es precisamente en este tipo de circunstancias
que vemos dónde está lo que verdaderamente mueve a un líder. Cuando yo era
joven, insistía que mi visión era la adecuada para la congregación donde
pastoreaba. Otros, en el equipo ministerial, no lo veían de la misma manera. En
el afán de convencerlos, no tardé en armarme de argumentos para demostrar que
mi visión y la visión del Señor eran idénticas. Aún así, ellos no se
convencían. Cansado de las discusiones y de la aparente «resistencia» a lo que
yo quería hacer, opté por irme de aquella congregación. Una decisión radical
para lo que era, en su esencia, una puja de voluntades.
Esta es una historia que se ha repetido
infinidad de veces dentro del pueblo de Dios. Convencidos de que somos dueños
de la verdad, creemos que son aceptables, decisiones tan radicales como
marcharnos, abandonar el ministerio, o incluso dividir la iglesia. Con esta
actitud es imposible trabajar en equipo, porque es un requisito indispensable
que los demás vean las cosas como el líder. La belleza de la diversidad del
cuerpo se pierde, el desafío de aprender a dialogar con otros se desaprovecha y
la posibilidad de cultivar un carácter santo y aprobado por Dios se desperdicia.
Observe la exhortación de Pablo: «Nada hagáis por contienda o por vanagloria;
antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él
mismo; no mirando cada uno por lo suyo
propio, sino cada cual también por lo de los otros. » (Flp 2.3–4). La vanagloria no es más que
una gloria ficticia. Es aquella que tiene apariencia de ser genuina, pero que
en realidad viene de una fuente que jamás puede producir verdadera gloria,
porque el único que posee gloria es Dios mismo. Aquellas cosas en las cuales su
persona es claramente visible, también poseen gloria. Las otras «glorias» son
las que fabricamos nosotros los hombres: tienen muy poco brillo.
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